domingo, 10 de mayo de 2020

Beethoven - Missa Solemnis


“Tengo la impresión que Beethoven nos lleva constatemente a lo inexplicable, abre puertas inesperadas, nos hace ver y escuchar lo invisible. Nos lleva por caminos de los que saldremos diferentes, metamorforseados.”

Nikolaus Harnoncourt, mayo 2015


  Si a día de hoy a un estudiante de Composición de cualquier Conservatorio, de cualquier Universidad, en cualquier país de este planeta, se le ocurriera entregar al profesor un ejercicio de composición orquestal donde hubiera puesto un solo de violín, en pianissimo, acompañado en primera instancia por tres trombones y dos trompetas, y justo después hacer un juego de acompañamiento - diálogo con toda la sección de madera, lo más corriente es que el profesor se lo hubiera tirado a la cara o que directamente le hubiera puesto un cero monumental. Puede que en algún rincón planetario, un buen profesor, con tiempo y paciencia, le explicaría al alumno que, incluso si son apenas unos acordes, tres trombones y dos trompetas van siempre a ahogar el sonido del solo de violín, por mucho que lo toque el mejor concertino de la mejor orquesta, que la física del instrumento es la física y que no se escuchará al violín, menos aún cuando toda la madera empiece a acompañar al pobre solista.

  Puede que algo así pensase Beethoven cuando compuso el Benedictus de su Missa Solemnis. Tenía que haber cubierto el encargo de componer la misa en un año, a un perfeccionista como él le llevó seis años terminarla y cuando uno la escucha con atención descubre hasta qué punto es una obra redonda, rotunda, monumental, solemne como dice el título y… difícil de interpretar, llena de aristas y de problemas para los intérpretes y sobre todo para el director, que tiene que lidiar con una orquesta sinfónica importante (al menos cuatro contrabajos, dobles maderas, metales, timbales… orquesta beethoveniana típica), un coro nutrido en consecuencia, y cuatro solistas vocales de gran envergadura, pero muy flexibles para llevar su voz hasta el más inaudible de los pianissimos cuando la partitura (y el director) así lo exige.

  Después de escuchar alrededor de 45 minutos de una música excelsa, llegan las partes que corresponden al Kyrie, Gloria y Credo, en el Sanctus, y cuando ya se anunciaban unas fanfarrias con el texto “pleni sunt coeli”, Beethoven interrumpe todo para sacar el conejo de la chistera: se inventa un breve preludio al Benedictus, algo inaudito y que nadie había hecho antes, en el que cambia las tornas para llevarnos a la intimidad, donde nos avisa de lo que se nos viene encima: los diez minutos más excelsos de música que nunca escribiera Beethoven, con un solo de violín de principio a fin, por encima del cual se irán produciendo las evoluciones de los solistas vocales, el coro, la orquesta… Repito: los diez minutos más excelsos que nunca escribiera Beethoven… eso es mucho amigos.


  Antes de ponerme a escribir esto he escuchado todas las versiones que he podido de esta obra y cuando he llegado a Nikolaus Harnoncourt he parado. En una entrevista él reconocía haberse pasado décadas buscando cual era el misterio de esta música a la que nunca creía haber llegado totalmente. Al final de su vida lo hizo, encontró la verdad en el sentido celibidachiano, el tiempo se detiene y la música fluye como si solo pudiera sonar de esa manera. Esta grabación está hecha en la gran sala del Concertgebouw de Amsterdam. Sobrecoge ese juego entre la intimidad del violín, y la obligación de casi un centenar de intérpretes de hacer música sin que eso pueda chafar nada de lo que hace el violín; ese juego imposible crea una tensión palpable que llena toda la sala y que no se liberará hasta el final. Disfrutadlo.




 Y para los infatigables dejo la versión que el propio Harnoncourt dejó grabada justo antes de morir con la orquesta que él fundara, Concentus Musicus. Sin desperdicio.


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