“En la Parkstraat de La Haya había una iglesia católica. Exactamente, a medio camino entre el Plein 1813, la plaza donde estaba la legación de Estaña, y el museo Mauritshuis, donde se hallaban Vermeer y Carel Fabritius: La vista de Delft y El jilguero.
Pero yo ya no iba a la iglesia los domingos. Ni los domingos ni ningún otro día. Iba al Mauritshuis, con frecuencia, pero ya no acudía a la iglesia de la Parkstraat.”
Jorge Semprún, Adiós luz de veranos…
Como no podía ser de otra manera, el día había amanecido gris, con esa luz holandesa tan peculiar, que en invierno parece unirse a los animales e hibernar a la espera de la primavera. Yo tenía unas horas por delante antes del vuelo de regreso y decidí aprovecharlas volviendo a lo que fue uno de mis rincones preferidos durante mis años de residencia holandesa: el Mauritshuis. Hacía ya más de quince años que no volvía y no estaba seguro de qué esperaba con una nueva visita.
Madrugador como soy cuando viajo, tuve la suerte de ser de los primeros en entrar al museo. Sabía lo que quería ver, y fui directamente a la segunda planta, cuando los visitantes que entraron conmigo se demoraron en la primera. Acudí a la sala que indicaba el plano, y sin más preámbulo que el de las pinturas repartidas por las escaleras, llegué ansioso y me planté delante de La vista de Delft. La sala estaba todavía despoblada, toda para mí, y durante los más de diez minutos que duró mi soledad estuve repartiendo mi atención entre La muchacha de la perla y La vista de Delft, un privilegio inesperado y que fue luego interrumpido por los turistas que fueron ocupando el museo; hay que reconocer que de todos modos no éramos tantos en ese sábado de enero, y yo pude prolongar la visita el tiempo que necesité para disfrutar cuanto pude. Volví todavía un par de veces más a la sala, y salí sin poder responder a la pregunta: son unos nubarrones que amenazan descargar, o bien la tormenta acaba de pasar dejando lluvia y ese brillo en los tejados?
Soy incapaz de recorrer una sala de un museo y quedarme concentrado en lo que veo solamente, enseguida empiezo a unir cosas que andan por mi cabeza, y así me asaltó la pregunta. Dónde reside la memoria? Por supuesto que en el cerebro, responderá un medico, pero esa no es exactamente la pregunta. Por qué recordaba el Mauritshuis como un sitio adonde quería volver? Donde reside la memoria de los sucesos que recordamos? Rodeado de pintura holandesa del siglo de oro, no pude sino concluir que la memoria reside en los sentimientos, recordamos porque hemos sentido, porque el hecho recordado nos dejó un poso de sentimientos. En mi caso El Mauritshuis fue primero una referencia en un libro de Jorge Semprún, que me abrió insospechadamente la puerta a la pintura de Vermeer y, por extensión, a un mundo en el que hasta entonces no me había dejado sumergir como lo hago ahora, el de la contemplación de la pintura como un relato donde soy el dueño del tiempo y de la posibilidad de comenzar una nueva historia a partir del relato pictórico. Ese sábado de enero en Holanda, yo comencé el relato de la memoria, pero todavía no se por donde me llevará.
A la salida del museo el día seguía siendo de ese gris holandés que no termina de amanecer cuando ya está anocheciendo, pero sin embargo la luz ofrecía ahora muchos más matices.
PS: Ignoro por qué, pero cuando visité el Mauritshuis el pasado sábado me asaltó esta música. No intento explicarlo, sucedió así.
Una preciosidad de entrada.
ResponderEliminarNo se quien eres pero gracias.
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