Era el domingo de ramos y en el aperitivo nuestro anfitrión hizo una broma acerca del menú que nos había preparado y algo concerniente a la comida durante la cuaresma de los católicos. Comenté yo entonces que prefería no estar en España en Semana Santa y alejarme lo más posible de las procesiones con lo que a mí me parece que les acompaña, una insoportable beatería y todo lo que se refiere a la connivencia de los poderes públicos con un ritual religioso, traducido en esa especie de competición a la que se lanzan alcaldes y alcaldables por lucir palmito en las procesiones y por tirar por tierra toda separación de la Iglesia y el Estado. Para mi sorpresa obtuve como respuestas caras de asombro por lo que había dicho, comentarios acerca de las procesiones como algo folclórico y no religioso, del testimonio de alguien que debe ser muy célebre en la televisión española que se dice atea pero que no le quiten las procesiones de Sevilla y, para rematar, que los alcaldes hacen lo que la gente que les ha votado les pide y que a la gente le gusta ver a su alcalde en todo lo que son fiestas del pueblo, procesiones incluidas.
Hace tiempo que no intento convencer a nadie de mis opiniones, así es que me limité a dejar mi punto de vista, mi desacuerdo con cosas que habían dicho y ellos hicieron algo parecido. Estaba claro que ahí teníamos un posible foco de discrepancia que no nos llevaba a ninguna parte y lo dejamos estar, pero yo no conseguí quitarme de la cabeza esta conversación y aquí estoy, días después, todavía dandole vueltas.
Cada uno es libre de contar las cosas como le venga en gana o dependiendo de cómo las ha vivido. A mí me parece que, mucho más que con la judicatura, en lo tocante a la religión católica tenemos en España un asunto que nunca hizo su transición desde la dictadura. No voy a volver sobre el asunto del famoso Concordato firmado antes de la Constitución y que ninguna mayoría política se ha atrevido a tocar, y que puede ser un freno para según qué cosas. Pero hay muchas otras donde se puede actuar y nadie se atreve a hacerlo, muchas veces por un cálculo político que yo no veo correcto por ningún lado. Cada vez que un gobierno tiene que tomar una decisión en la que esté mezclada la Iglesia nos encontramos con ministros o presidentes que van poco menos que a pedir clemencia al Vaticano para que no les caiga un castigo divino.
Tomo el ejemplo del valle de los Caídos, perdón, de Cuelgamuros. Cualquier solución que se quiera dar al dichoso valle pasa por sacar a los dominicos de allí, cosa que parece que se va a hacer, desacralizar de una vez por todas la basílica y después lo que sea. Pero no, el Gobierno primero dice que va a dedicar 30 millones, que se dice pronto, que va a haber un concurso de ideas, pero luego descubrimos que ya ha acordado con el Vaticano que la basílica seguirá siendo basílica de misa de domingo y fiestas de guardar, y que lo que se decida con el valle tendrá que contar con el acuerdo del Vaticano. Acabáramos.
Pero hay más. En España la enseñanza es un desastre, las cifras hablan por sí solas. Todo se va a la escuela privada, para la que se ha inventado el eufemismo “concertado” que esconde detrás la realidad de un colegio católico. Hay un porcentaje exagerado de chavales en este tipo de centros, donde por supuesto hay adoctrinamiento. O es que acaso no es adoctrinamiento sacar a los chavales disfrazados llevando pasos de Semana Santa? Aquí hay dos problemas, uno el de la educación, y otro el de una población que no quiere ver en esta educación un problema.
Vuelvo sobre las procesiones. Se habla ahora de los cincuenta años de la muerte del dictador, y no se me ocurre un ejemplo mayor de ese “atado y bien atado” de su testamento político que ver a una sociedad donde hay más procesiones que en la dictadura, más grandes, con más gente compitiendo por figurar y con unos políticos inútiles que ni saben ni quieren saber lo que significa la palabra laicismo. En la derecha como en la izquierda esa tendría que ser la lucha, pero España es diferente para todo, sobre todo en lo que concierne a la religión.
Seré un utópico o un ilusorio, pero sueño con una España que algún día sea por fin un país libre de las cadenas de la religión.
Pero vuelvo a la reunión, somos amigos que vivimos en Francia y mis amigos parecen impermeables a lo que aquí se ve y se vive. Vuelvo a esa reunión y salgo de ella para terminar este artículo con una cita de Robert Badinter, desconocido probablemente en España pero hombre importantísimo en el tejido judicial francés, el hecho más conocido es su ley de abolición de la pena de muerte. La cita es su homenaje al profesor Samuel Patty, asesinado por un fanático religioso:
«La laicidad de nuestra República es sobre todo la expresión de nuestra libertad, puesto que la laicidad permite a cada uno de practicar la religión de su elección, o de no practicar ninguna, según sea su convicción.
La laicidad de nuestra República es también la igualdad entre todas las religiones. No existe en la República una religión de Estado, no existe una religión oficial. La República las reconoce todas y no da privilegios a ninguna.
La laicidad de nuestra República es además la fraternidad, porque todos los seres humanos, mujeres u hombres, sean cuales sean sus creencias y sus opiniones, merecen una misma consideración y un respeto idéntico. Es por esto que en Francia la Escuela de la República es laica, puesto que la laicidad garantiza a todos los alumnos y a todos los niveles una enseñanza consagrada al único culto del saber y de la investigación, que son los cimientos de los espíritus libres y abiertos al mundo».