domingo, 21 de octubre de 2018

Eduard Angeli



Había llegado esa semana a Viena por un asunto de trabajo, era viernes por la tarde y decidí quedarme al menos un día más para llevarme de vuelta algo más que horas encerrado en una sala de reuniones. Y mereció la pena. Fue en abril del año pasado, ese viernes programaban Las bodas de Fígaro y yo no me lo quería perder. La reventa andaba por los doscientos y pico euros, pero yo no estaba por la labor y mi intuición me decía que aquella cola que daba la vuelta al imperial edificio de la Staatsoper estaba esperando algo mejor que el sablazo de un truhán: a última hora se venden entradas, de pie y en el último piso, por el precio de 3 euros, tres euros. Vi el primer acto de pie, acústica impecable, visión parcial del escenario pero perfecta para localizar unos asientos vacíos un piso más abajo. Allí vi el segundo acto y pude hacer un amigo, un vienés ya mayor, pelo blanco, al que le hablé de mis planes de visitar al día siguiente el museo Albertina y una exposición antológica de Egon Schiele de la que algo había leído. Con tacto y buena educación me dijo que él también estaba interesado en la antología de Schiele, pero me recomendó que, si tenía tiempo, visitara también en la planta de abajo una exposición de Eduard Angeli, pintor que luego resultó ser amigo suyo.





Hablaré en otro momento de esa representación de Las bodas de Fígaro, de lo que supuso escuchar Mozart en ese templo y con esa orquesta (con el nombre orquesta de la Staatsoper tocan los mismos músicos que en la Filarmónica de Viena); hablaré en otro momento del encuentro con este amigo que resultó ser alguien “conocido”, pero ahora se trata de Eduard Angeli.




Fui temprano el sábado al museo Albertina, que para quien haya visitado Viena resultará familiar incluso sin haber entrado: está entre el monumental edificio de la Ópera y el palacio de Hofburg, en pleno centro turístico. Fui directamente a la exposición de Egon Schiele, que todavía a primera hora se podía visitar sin demasiados agobios; terminé, no era tarde, y siguiendo la recomendación que había recibido la víspera, bajé a visitar la exposición de Angelli. Salas sin apenas visitantes que se podían recorrer siguiendo el tiempo del propio placer y de la intuición. Pinturas siempre de gran formato, casi siempre de 190x240, a veces 190x300. Luz, luces, colores, paisajes reales o imaginarios, desiertos, piscinas con pájaros volando, urbes bajo la niebla, con más niebla… inquietud, tensión, ahora placidez, reposo… Aquellas pinturas de un pintor del que nunca antes había oído hablar me atrapaban y me rodeaba cada una de su universo propio. Tan pronto podía sentir sed ante un paisaje desértico que temblar de frío ante la visión de la ciudad invadida por la niebla invernal. Silencio, casi nadie por las salas y mucho tiempo por delante para recorrer varias veces la exposición. Dos sentimientos se impusieron a todos los demás: paz y calma. 



Si hay algo que busco en el arte es que no me deje indiferente, y la pintura de Eduard Angeli no lo hizo (la ópera de la noche anterior tampoco, pero ya hablaré de eso otro día). Pasé todo el viaje deseando llegar a casa para escuchar la única música que para mí podía ilustrar lo que había visto en la planta baja del Albertina: la Música Callada de Mompou, monumento musical en el que refugiarnos cada día de nuestra vida como yo lo había hecho por la mañana con la exposición de Angeli. 


Conté esto a mi amigo de la ópera, que me confesó ser un buen amigo de Angeli, y se mostró interesado en mi búsqueda musical para la exposición. No he tenido ocasión de volver a Viena, de volver a verle, de que vuelva a decirme que él es vienés aunque su nombre suene francés. Tenemos pendiente una conversación de música y de pintura con una copa de buen vino vienés. A veces la espera es larga y yo vuelvo a abrir el catálogo de aquella exposición escuchando a Mompou.






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