lunes, 2 de noviembre de 2020

El lápiz y la cámara

 


  Una de las ventajas que tiene para mí entrar en una librería y, aunque en menor grado, también en una biblioteca, es el descubrimiento de obras o autores que uno desconoce cuando se deja aconsejar por algún amigo o un buen librero. En mi último viaje relámpago a España del verano pasado, apenas 48 horas, me dio tiempo a visitar dos librerías en Burgos, una en Madrid y llenar algo más el siempre rebosante zurrón de lecturas pendientes, que sigue como siempre lleno y a punto de reventar.


  De este viaje me vine con El lápiz y la cámara, de Jaime Rosales, a quien solo conocía de una película que me gustó por las dos cosas que más te puede atrapar una obra: por lo que cuenta y por cómo lo cuenta, por la originalidad del lenguaje. Descubro con este libro lo que son una recopilación de notas que Rosales ha ido recuperando de sus cuadernos, unas notas en las que  no solo habla de cine y de fotografía, sino de arte en general y también de la vida y de algunos aspectos de nuestro acontecer. Tal y como hizo en La soledad, Rosales no se anda con rodeos y llama a las cosas por el nombre que quiere darles sin preocuparse por edulcorar el mensaje.


  Como digo el libro es una recopilación de notas que ha intentado agrupar por temas. Son breves y directas, no tienen la intención de agradar, y menos de que sean leídas de corrillo. Iré dejando algunas de ellas, aquí o en el muro, hoy traigo dos que como todas las generalizaciones, vienen arrastrando con ellas la polémica.


  «La cultura mediterránea no está vertebrada en torno al trabajo. La cultura mediterránea pivota más en torno a la familia y al ocio familiar. El español no coloca su oficio en el epicentro de su existencia. El trabajo es importante porque es algo necesario para su subsistencia, pero, a diferencia del alemán o del japonés, para el español el trabajo no es algo que le da sentido a su vida sino algo fastidioso. Esta concepción del trabajo como algo molesto se encuentra muy presente en la educación de los niños.


  Otra característica de la cultura española es la queja. El español se queja constantemente de todo. El español se queja todo el rato en su puesto de trabajo. No está conforme con su salario; no está contento con sus jefes —incapaces de mandar bien—; no está contento con sus compañeros y tampoco con las condiciones materiales de su entorno laboral. En definitiva, no está contento con nadie ni con nada. Y se queja. Todo el rato se queja. En público y en privado. Se pierde una energía extraordinaria en la queja. Nada hay más estéril que la queja.»


Tener el privilegio de haber repartido mi vida profesional entre España, Holanda y ahora Francia, y compartir mi trabajo desde hace más de dos décadas con colegas de 22 países europeos me da una perspectiva interesante a la hora de analizar tópicos y generalizaciones sobre las diferencias entre latinos, centroeuropeos, anglosajones… Dando por hecho que toda generalización lleva su carga de injusticia, algo que he vivido en mis propias carnes cuando algún alemán se ha extrañado por cosas como mi puntualidad, sí tengo que decir que me ha sido más fácil encontrar entre españoles el patrón que define Rosales en estos dos párrafos, pero también tengo que decir que he podido conocer de primera mano cómo las condiciones en las que realizamos un trabajo pueden cambiar la percepción que tenemos al hacerlo, y al hablar de condiciones no me refiero solo al salario, que también, sino a más cosas. Pondré un ejemplo de alguien que si pasa por aquí se reconocerá: una amiga y antigua colega de trabajo en Madrid, a la que animé a venir a Holanda. Vino un año después que yo, se adaptó pero su pareja no le siguió; en medio de lo peor de su separación un día le dije que me sentía algo culpable de lo que les había pasado, y le pregunté si lamentaba haber venido, me contestó algo ilustrativo: “cómo lo voy a lamentar si aquí me dan las gracias por el trabajo que hago”. Está todo dicho. 


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