Acababan de anunciar que todo había pasado y se quedó en silencio, sin saber qué hacer. Salió a la calle, pero estaba vacía, tan vacía como todo ese tiempo que había durado lo impensable, vacía de gente y de ruido, caminó y se cruzó con alguien a quien quiso reconocer del vecindario y entonces fue, al ver la palidez de su vecino, cuando reconoció su propia palidez, una piel tan blanca como él no la recordaba, un color de piel que le decía cuánto tiempo, cuántos meses había pasado encerrado, con miedo a salir, con miedo a cruzarse con nadie, con miedo a vivir. Entonces cruzó la mirada con la de su vecino y así, mirándose a los ojos, caminaron el uno hacia el otro, y descubrió que le reconocía de la vida anterior, la de antes de tantos muertos y tantos enfermos en los hospitales, se acordaba de cruzárselo en el kiosko o en la panadería, nada más, nada menos. No dejaron de mirarse cuando el vecino le cogió de la mano y empezaron a caminar juntos, las calles seguían vacías, silenciosas, terroríficamente vacías y sin proponérselo empezaron a correr, cogidos siempre de la mano, gritaron mientras corrían, se paraban y cantaban, volvían a correr, y así el vecindario salió a las ventanas, algunos empezaron a aplaudirles, otros cantaron con ellos, cuando, rotos los diques del miedo, por las puertas de las casas empezó a salir cada vez más gente. Las calles poco a poco se llenaron, y la gente cantaba, la gente se miraba y sentía que quería tocarse, que quería abrazarse. Nunca tantos brazos habían abrazado a tanta gente, pero es que todo el mundo quería dejar atrás tanto encierro, todo el mundo quería volver a vivir. Pronto fue imposible correr, siquiera andar, ya todo el mundo estaba fuera, la fiesta con la que él había soñado y que todos habían deseado estaba solo empezando, era la fiesta de la vida.
Pasaron las horas, llegó el momento de pensar en comer algo, el momento de volver a replegarse, pero no todos volvieron a sus casas, unos porque no supieron encontrarla, otros porque los abrazos les habían llevado a otras casas, a otras vidas. Cuando el silencio fue apoderándose de nuevo de la calle, cuando esta volvía a quedarse vacía, aunque solo fuera durante un receso, entonces, solo entonces, cada uno desde su rincón, empezó a comprender que nada, absolutamente nada, volvería a ser como antes de empezar a contar muertos, que el mundo había cambiado, era otro, y tenían que volver a aprender a mirarlo con los nuevos ojos de la nueva vida que tenían por delante. Pero todos, cada uno en su rincón, cada uno por sí mismo, pero todos a la vez, habían llegado sin saberlo a la misma conclusión: todo, absolutamente todo, lo que conocían, lo que tenían, lo que daban por hecho, todo, absolutamente todo, estaba de nuevo por conquistar, y que tendrían que luchar por ello, tal y como habían hecho sus mayores, de los que la muerte había dado cuenta en los interminables meses anteriores. Todo estaba de nuevo por hacer, todo estaba de nuevo por construir, tal había sido la destrucción que los depredadores invisibles habían dejado. Y todos, absolutamente todos, habían llegado sin saberlo a la conclusión de que querían luchar, que esta vez la lucha no sería individual, sino que tendría la fuerza de los abrazos y de las canciones que ahora sabían cantar juntos, que había toda una vida por delante, y que si no luchaban todos juntos no merecería la pena vivirla, y que no querían que esta nueva vida volviera a basarse en la injusticia, y que no querían volver a respirar aire contaminado, y que lo querían era volver a ver a los niños jugando por las calles… No sabían por donde empezar, no sabían cómo había ocurrido unas horas antes, pero sabían que todo, absolutamente todo, había que empezar a construirlo a partir de los abrazos que acaban de vivir. Lo que no sabían, no podían saberlo, era que de esta manera estaba empezando a gestarse la que algún día alguien llamaría la revolución de los abrazos, una revolución que habría de dar de comer a todos y salvar a la humanidad del callejón sin salida en que esta se había metido antes de que un virus les obligara a contar muertos todos los días.
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