Eramos seis hermanos en casa, en la planta baja estaba la tienda que llevaba mi madre, donde se vendían desde unos calcetines hasta un traje de novia con todo su ajuar habido y por haber, y en la planta de arriba había un taller de costura donde mujeres cosían durante horas mientras algunos de nosotros andábamos corriendo de arriba abajo desfogando nuestra energía infantil. El trasiego era perpetuo y el silencio era algo completamente desconocido e inexplorado. En esas condiciones lo de escuchar música era una quimera, un imposible, y a pesar de ello había en casa unos pocos discos que rallábamos de tanto ponerlos. No tengo ni idea de donde habrá ido a parar, pero uno de aquellos discos, vinilos que dicen hoy, sin duda el más apreciado por mi madre, era un disco con las polonesas de Chopin interpretada por Georgy Cziffra, un pianista húngaro algo guaperas que gozaba por entonces de sus mejores años como intérprete. La única melómana en casa era mi madre, y cuando queríamos conseguir algo de ella la fórmula siempre era la misma: proponernos voluntarios antes de la comida para poner la mesa y de paso pinchar el disco con las polonesas de Chopin. Era infalible para arrancarle una sonrisa.
Había también en casa un piano, muy desafinado pero piano de verdad al fin y al cabo. Yo no recordaba que nadie hubiera tocado el piano en casa, aunque mis hermanas mayores me dicen que ellas habían trasteado algo por ahí. El caso es que llegado a mis años de instituto, y con el tiempo libre que me dejó una de las primeras huelgas del profesorado, no se me ocurrió otra cosa que empezar a aporrear teclas. Visto con la perspectiva actual no sé de donde saqué la testarudez para querer tocar el piano, porque nada invitaba a tamaña aventura. Durante tres años me dediqué a ir varias veces durante la semana a clases de piano y solfeo con unas monjas que ponían mejor voluntad que conocimientos en lo que hacían; cada dos semanas me montaba un sábado de madrugada en un autobús para un viaje de dos horas hasta el conservatorio más cercano, donde algo aprendía, no digo que no, pero de donde no fui capaz de sacar gran provecho ni de encontrar ningún placer a lo que hacía. Años después, ya en Madrid y siendo estudiante en la Politécnica, habría de darme de bruces con la realidad de lo que había hecho hasta entonces, y aceptar que no es que hubiera perdido el tiempo, pero que nada de lo que había hecho hasta entonces con las monjas ni en el conservatorio de Murcia tenía que ver con la música.
Por el camino, gracias a la televisión y a la radio, yo pude aprender algunas cosas, algunos nombres de otros pianistas que Cziffra, otras obras musicales… Un día escuché a Rubinstein, y yo no supe ponerle nombre a aquello, pero me daba cuenta que en su forma de interpretar Chopin había algo especial, algo diferente. Yo creo que ese fue el primer momento en que empecé a darle importancia a la interpretación musical, que no era lo mismo un intérprete que otro, que un rubato podía hacer milagros en según qué músicas y según el intérprete.
Si el aprendizaje de la música es un viaje, este tiene muchas estaciones, y cada vez que pasamos por ellas vemos cosas que han cambiado. Después de Rubinstein vino Maurizio Pollini y por casa apareció un disco con los Estudios de Chopin, otra obra monumental solo al alcance de unos privilegiados. Pasé años escuchando Chopin por estos dos intérpretes, cada uno con un estilo muy diferente y que los hace únicos. Supe después que algo les unía, algo que cuenta Pollini con mucha elegancia en un documental. El joven Pollini se presentó en 1960 al concurso Chopin de Varsovia, el más prestigioso entonces. El presidente del jurado era Rubinstein, una verdadera leyenda viva, que al escuchar al joven Maurizio Pollini dijo aquello de que era mejor que todos los del jurado. Preguntado al respecto Pollini siempre respondió que lo que realmente dijo es que “técnicamente” era mejor que cualquiera de los del jurado. No es lo mismo. Pero añadió en este documental que la verdadera lección que aprendió de Rubinstein fue cuando este invitó a los premiados y les contó lo que dijo que era su auténtico secreto cuando tocaba el piano: cuenta Pollini que en ese momento le puso el pulgar de una mano sobre su hombro, y lo que sintió fue una fuerza enorme que nacía de la espalda de Rubinstein y que se transmitía hasta ese pulgar apoyado en su hombro, algo que hacía con total naturalidad y que era la base de ese magnífico poderío que extraía del piano.
Continuará.
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