Muchos años después, las músicas que nos gustaron cuando éramos jóvenes nos provocan una sonrisa y nos dejan un sabor dulce en los labios. Yo andaba por los 18 años y pasaba muchas tardes en casa de mi amigo Juan, que cambiaba constantemente de disco con tal de hacerme escuchar más y más canciones. Así conocí a Pablo Milanés, y así me quedé en la memoria con algunas de sus canciones. Me gustaba especialmente una que hablaba de las esperanzas por venir, de las calles que pisaríamos de nuevo en un país donde todo fuera posible. Sonaba bien cuando con aquella edad todo lo que yo quería era alejarme de un mundo que me oprimía y donde sentía que no encontraría lo que buscaba, aunque entonces ni siquiera supiera que buscaba algo.
Pasaron unos cuantos años, yo ya andaba por Madrid y conocí a alguien que luego ha significado mucho en mi vida. Estaba invitado en casa de Victoria, me había invitado su hija, con quien andaba trasteando entonces (sigo en ello), coincidía que había más invitados ese día y nos presentaron. Había dos bandos, uno el de las personas mayores, para mí todas contemporáneas de Victoria, y luego el de la siguiente generación, donde yo era simplemente el más joven. Entonces me ocurría a menudo, ser el más joven de una reunión y el que menos se enteraba de las cosas. Yo puse mi oreja a lo que se discutía en la mesa de los más mayores y algo llamaba poderosamente mi atención. Desde niño siempre había vivido rodeado de gente de pelo blanco, pero las conversaciones siempre eran banales. Aquí en cambio se hablaba de política, de literatura, de arte… Victoria me había dicho que eran unos amigos suyos, más tarde aprendí quienes eran, sobre todo quien era el único señor de la reunión: Demetrio. Victoria había conocido a Demetrio en el penal de Burgos (ella lo llamaba siempre así). A finales de los años 1940 se había organizado en Burgos una red de mujeres que ayudaba como buenamente podía a los presos de la cárcel, presos políticos que vivían en unas condiciones inhumanas y a los que se pretendía desprender de toda dignidad. Uno de esos presos era Demetrio, una de esas jóvenes que les ayudaban era Victoria, y la amistad que allí se tejió duró toda la vida. Yo mantuve algo de contacto con las hijas de Demetrio, pero nunca me atreví a preguntar por cosas de su padre. En cambio con Victoria pude hablar largo y tendido a lo largo de los años. Me habló de la Jefa, que era la que todo lo organizaba, y a la que me presentó una vez en Burgos, ya entrada en los noventa años, pero a la que se le notaba una enorme humanidad, una fuerza interior sobrehumana y un carácter a prueba de bombas. Su nombre, Florentina Villanueva, y su labor tan importante fue citada por Enric Juliana en su libro “Aquí no hemos venido a estudiar”, un compendio de los muchos debates ideológicos que llenaron las horas de los presos de Burgos. Cuando yo conocí a Victoria ella ya había vivido en Francia y en Líbano antes de volver a España. Muchas mudanzas, pero seguía guardando como oro en paño sus objetos más valiosos, aquellos objetos que con paciencia y tesón le habían regalado los presos del penal, a veces poemarios escritos con la letra más minúscula que yo haya visto nunca, porque solo así podían salir disimulados entre ropas que luego ellas les cosían o lavaban, poemarios de poetas prohibidos escritos solamente a partir de la memoria, porque Burgos no fue solo un penal, sino una verdadera universidad donde gentes como Demetrio, apenas un joven cuando entró, pudieron salir con una verdadera formación y conciencia social, armas necesarias para poder continuar en la lucha por una sociedad democrática, una lucha que nunca ha sido suficientemente reconocida.
Apenas unos años después del encuentro del que hablé más arriba supimos que Demetrio enfermó gravemente. Un día Victoria nos llamó y nos pidió que la acompañáramos, que seguramente era la última vez que iba a poder ver a Demetrio con vida. Las hijas, María y Pepa, habían conseguido dinero de algún sitio y consiguieron llevarse a su padre a una clínica donde pudiera estar solo en una habitación. Entramos y pudimos hablar con él. Cuando se dirigió a mí nos dimos la mano a modo de abrazo, y con una fuerza enorme que yo no sé de dónde sacaba nos despedimos… Yo salí mal de allí, nunca me había despedido de nadie, ni siquiera pude hacerlo de mi madre, que había muerto poco tiempo antes. Aquella fuerza que sentí en su brazo era la de quien quería aferrarse a la vida, seguir viviendo y luchando, y aunque él ya se sabía al final de su recorrido, quería transmitir esa fuerza que fue la que seguramente le mantuvo con vida en lo peor de su existencia, cuando en Burgos el frío, el hambre y las palizas eran su vida cotidiana.
Salimos del hospital, todos mal porque sabíamos que eran sus últimas horas. Yo dejé un rato a Victoria y a su hija y me marché a una tienda que conocía donde encontré el LP de Pablo Milanés con la canción que buscaba y que escuché como en bucle durante la noche, aunque nunca hubiera pisado las calles de Santiago ni tenía idea de si algún día lo pisaría.
Cuando hace unas semanas la prensa anunció la muerte de Pablo Milanés y todo se llenó de homenajes y recuerdo de sus canciones, yo recordé que hubo un tiempo que me gustó, recordé la amabilidad eterna y la sonrisa de la madre de Juan cuando me veía aparecer por la puerta, y recordé a Demetrio, y a tantos como él a los que nunca conocí y a los que tanto debe esta democracia de baja intensidad en la que vivimos.
Muchos años después, las músicas que nos gustaron de jóvenes las volvemos a escuchar no porque nos sigan gustando, sino porque nos despiertan recuerdos imborrables de quienes siempre vivirán con nosotros.
Me detendrá a llorar por los ausentes.
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