lunes, 25 de marzo de 2019

Viaje de invierno


Un conocido escritor citaba recientemente a Italo Calvino con su definición de lo que es un clásico de la literatura: aquel libro que siempre te enseña algo nuevo cada vez que acudes a él. Al hilo de la cita de Calvino (el citador fue Manuel Rivas hace unos días en el Instituto Cervantes de Toulouse) diremos que el Viaje de invierno es sin duda un clásico; el ciclo de 24 canciones, o lieder, que Franz Schubert compuso al final de sus días constituye, tal y como indica el título, un verdadero viaje sin retorno que atrapa a todo el que se acerca a este monumento musical del XIX. 

Aparecía hace unos días una reseña del libro que Ian Bostridge ha dedicado al Winterreise. Tenor de altos vuelos, poseedor de una voz que pareciera ideal para interpretar a Benjamin Britten, como todo cantante que se precie él emprendió también hace tiempo su particular viaje por el Viaje de invierno, y que ahora ha tenido una estación particular con la edición en castellano del libro original inglés publicado en 2015; el subtítulo no puede ser más expresivo: Anatomía de una obsesión.

Quien esto escribe emprendió su particular aproximación en sus años de universitario, sacrificando más de un desayuno para comprar partitura y una entrada para escuchar un inolvidable ciclo interpretado por Hermann Prey. Pero sería con la versión grabada por Fischer Dieskau, o una de las que grabara, con las que realmente empezaría a empaparme del polvo de este viaje. Versión que todavía tengo por referencia, no en vano sigo teniendo a Fischer Dieskau en un pedestal para todo lo que se refiere a lied alemán, me recreo en esa elegancia infinita de su fraseo y en esa dicción que han hecho escuela. El texto y el primero de los lied, Buenas noches, Gute nacht, en la interpretación de Dietrich Fischer Dieskau, con acompañamiento de Gerald Moore (es el disco que todavía conservo y que afortunadamente sigue funcionando):

Como extranjero llegué,
como extranjero parto de nuevo.
Mayo era propicio para mí,
con abundantes ramilletes de flores.
La muchacha habló de amor,
su madre, mucho de matrimonio.
Ahora el mundo está tan desolado,
y el camino cubierto de nieve.

Para mis viajes no puedo
escoger el tiempo;
por mí mismo debo encontrar mi camino
en esta oscuridad.
La sombra producida por la luna
es mi compañera,
y sobre los blancos prados
busco las huellas del venado.

¿Por qué tengo que dilatar el momento de partir
puesto que fui expulsado de aquí?
Dejo ladrar a los perros errantes
delante de la casa de sus amos.
Al amor le gusta el vagabundear,
así lo ha dispuesto Dios,
pasando de uno al otro,
!amada, buenas noches!

No quiero perturbar tu sueño,
sería una lástima para tu descanso;
no tienes que escuchar mis pasos.
!Suavemente, suavemente la puerta se cierra!
Al pasar escribiré
“Buenas noches” en tu puerta,
para que puedas ver

que he pensado en ti.




Una de las formas que uno tiene de acercarse a un intérprete es sin duda escucharlo en un concierto. La primera vez que me hablaron de Thomas Quasthoff fue precisamente a propósito de un recital al final de un curso de canto en San Sebastián, y el comentario me llegó por boca de uno de los alumnos y por vía de una crónica publicada de mi siempre indispensable José Luis Téllez. El color de su voz, más oscuro, le imprime otro carácter, pero no se puede negar de donde le viene la escuela. Tengo que reconocer que Quasthoff, a quien pude escuchar en Madrid hace ya muchos años, producía una impresión enorme que iba mas allá de lo musical; el choque entre el volumen y color cavernario de su voz, con el de su cuerpo machacado por la Talidomida, es algo inolvidable porque provocan en el auditor un silencio y una concentración en el instante que son, que deberían ser, la esencia misma de toda escucha musical en vivo.




El ciclo termina con uno de los lieder más penetrantes y sombríos que pueda imaginar el oyente. Culminación de un ciclo, culminación de un concierto cuando se ofrece el ciclo completo, el viaje no debe dejar indemne al oyente atento. El organillero, Der Leiermann, es el título de este último lied:

Al otro lado de la aldea 
hay un organillero,
y con sus dedos ateridos
toca lo mejor que puede.

Descalzo sobre el hielo
camina inseguro de aquí para allá,
y su platillo
siempre permanece vacío.

Nadie quiere escucharle,
nadie le mira,
y los perros gruñen
en torno al viejo.

Él deja que suceda
todo como quiera.
Él toca y el organillo
nunca está callado.

Maravilloso viejo,
¿puedo ir contigo?
Para mis canciones, ¿quieres
tocar tu organillo?


Tarea titanesca es la que ha llevado a cabo Matthias Goerne grabando para Harmonia Mundi la obra liederística de Schubert. A día de hoy es el especialista más reconocido y un digno heredero del camino que emprendiera Fischer Dieskau. No podía faltar en esta corta entrada con este final estremecedor del Viaje…




Termino volviendo al motivo que me trajo a escribir esta entrada, y dejo una interpretación del ciclo completo por Ian Bostridge. Es una grabación de un concierto en Utrecht, y para los oyentes habituados a escuchar el ciclo en una voz grave, entre los que me cuento, siempre nos sorprenderá una voz aguda como la de Bostridge transmitiendo precisamente la gravedad de la muerte, que no es otra sino esta la idea que sobrevuela todo el ciclo.





Las traducciones que he incluido son de Fernando Pérez Cárceles, y fueron publicados por Hiperión en 2005 en una integral de referencia inolvidable desde entonces.




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