Asuntos de trabajo me llevaron hace unos días a Roma, con la suficiente fortuna de poder tomar algo de tiempo libre para pasear e intentar perderme por el centro. Una vez más he tenido en Italia una especie de síndrome de Stendhal y casi acabo sepultado en medio de tanta belleza. Italia reúne como ningún otro lugar una rara mezcla de decadencia y belleza que abruma al visitante que quiera dejarse llevar por lo que tiene a la vista y no por coleccionar sellos en una inexistente tarjeta del turista; es increíble la rapidez con la que pueden llegar a ir algunos con tal de “verlo todo”, algo que nunca he sabido qué es.
Cámara en mano tenía que estar atento a las motos y coches que embisten literalmente al peatón despistado; después de varias horas de paseo uno llega a cansarse de tanto ruido de vehículos, coches mal aparcados por todas partes, filas interminables de motos contra los muros; en esas andaba yo cuando decidí tomar un respiro, una terraza en un rincón algo más aislado del tráfico y algo de tiempo para pensar y escribir.
Si hay un país en Europa que acumula tópicos ese es Italia sin ninguna duda, y ninguno seguramente más potente que el relacionado con la mafia y todo tipo de corrupción. Es difícil no pensar en ello cuando uno ha dedicado una parte nada desdeñable de sus lecturas de los últimos años a autores como Andrea Camilleri, Donna Leon o Roberto Saviano; y también era difícil no pensar en España y en los niveles de corrupción profesional que hemos alcanzado. Cuándo se fastidió todo? En qué momento empiezan los ciudadanos a convivir con la corrupción sin que se perciba como tal? Cuál es el límite entre corrupción organizada y el engrasamiento de una máquina administrativa para que funcione?
Hay una pendiente muy resbaladiza y peligrosa por la que la sociedad española lleva cayendo desde hace tiempo. Soy pesimista respecto a las posibles soluciones, porque no veo un ancla democrática suficientemente arraigada que permita encontrar referencias en el horizonte antes de seguir navegando. No hablo de partidos políticos, en los que no veo soluciones, sino de una sociedad que se ha acostumbrado a que las cosas sean así porque, reconozcámoslo, siempre fueron un poco así. Dicho de otro modo, en España siempre hubo una forma rápida e ilegítima de enriquecerse; del otro lado siempre hubo siervos dispuestos a bailar alrededor de las fortunas esperando que cayeran las migajas.
Habrá un cambio alguna vez? Empezaremos a ver que la Justicia hace su trabajo con los malhechores? Comprenderemos entre todos la importancia de lo público frente al beneficio privado? Ojalá, espero sinceramente vivir lo suficiente para ver que hay cosas que cambian, pero no puedo evitar vivir momentos en los que tengo que luchar con la falta de paciencia por ver ese día. Toda esperanza pasa por una cosa, algo imprescindible para que algo cambie: que la Justicia sea de una vez implacable con los malhechores que han metido la mano en la caja, con los corruptores y con los corrompidos. Sin eso no habrá ninguna regeneración posible.
Como siempre acabo con música, cuestión de no dejarme llevar por el desánimo, y esta vez lo hago por donde empecé, con Roma. Es una grabación del grupo L’Arpeggiata, que mezcla música antigua con música popular, y de qué manera. Hace unos años nos contó la cantante Lucilla Galeazzi el origen de esta canción: años sesenta en Roma, momentos de protesta y de éxodo a las grandes ciudades, donde faltaban viviendas y se hizo popular esta canción reivindicativa: Voglio una casa. Sobran las traducciones, si escuchándola os entran ganas de cantar ese din-di-rin-din del estribillo que no os extrañe, en los conciertos en vivo Galeazzi pone al público a cantar, me consta.
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