sábado, 29 de junio de 2019

Relatos



Tenía que haber sonado alguna alarma, tenía que habérseme encendido alguna bombilla imaginaria que me advirtiera que pasaba algo, pero siempre he llegado tarde a todas partes, y a la madurez también. Ese día, como tantos otros durante las vacaciones, habíamos quedado para salir a dar una vuelta en bicicleta; llamábamos así a salir a alguna localidad vecina, charlar por el camino, merendar alguna cosa, volver luego pedaleando por ser el primero y el más cansado al llegar; después de dos o tres horas de bici y calor, la recompensa venía a veces con alguna bebida bien fría a nuestra llegada. Pero aquel día fue diferente; él pasaba por casa de mis padres a recogerme, y ese día tuve que esperarle por su extraño retraso. Cuando apareció llevaba protegida la cabeza con una gorra, debajo no había pelo, se había afeitado la cabeza. 

Este detalle que cuento puede hoy parecer anecdótico, pero hablo de un pasado de varias décadas, entonces nadie se afeitaba la cabeza, los calvos ocultaban como podían su alopecia y los jóvenes lucíamos con orgullo la pelambrera con que la vida nos regala en nuestros años jóvenes. Pero él llegó con la cabeza afeitada y serio, muy serio; me dijo que ya me contaría lo que había pasado, pero no me lo contó, nunca me lo contó. Lo más probable era alguna discusión en casa con sus padres o su hermana mayor, pero él calló. Tenía que haber sonado alguna alarma en mi cerebro en ese momento, pero no lo hizo, yo seguía en mi mundo infantil mirando solo el momento de salir como niño con bicicleta nueva a pedalear carretera arriba, que en el Sur y en verano siempre se pedalea cuesta arriba.

Algunos días después, hablando con T de otras cosas salió el asunto y ella me dijo algo que todavía tengo grabado después de tantos años, que alguien que era capaz de hacer aquello era alguien capaz de hacerse daño, mucho daño, que era capaz de cualquier cosa… Pasarían todavía seis meses y un día de principios de enero aquello que me dijo T se convirtió en una triste premonición. Fue un día que no olvidamos quienes estábamos cerca de él, o que creíamos que estábamos cerca de él. Yo no supe verlo, yo había estado con él la víspera, yo creía ser su mejor amigo, yo no pude y no supe hacer nada por evitarlo. Vivo con ello desde entonces, forma parte del equipaje que arrastro por la vida y que poco a poco se va haciendo cada vez más pesado. 


Esta historia vuelve siempre a pesar de los años transcurridos, ya no me despierta por la noche en forma de pesadilla, ya no vuelve como una tormenta que me arrastra, pero es una historia que me recuerda la dificultad de comprender al otro, por muy amigo que te sientas de él. ¿Debo sentirme culpable por lo que pude haber hecho y no hice, por lo que tuve que haber comprendido a tiempo y se me escapó entre los dedos sin que pudiera asirlo? No lo se, nunca tendré la respuesta, pero no quiero olvidar lo que pasó, quiero recordarlo siempre.


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