viernes, 24 de enero de 2020

Beethoven: Sonata para piano op. 109



 Encerradas en un solo grupo por la posteridad, las tres últimas sonatas para piano de Beethoven constituyen en sí mismas un mundo al que es necesario acercarse con la curiosidad y la determinación de quien no tiene miedo a escuchar lo inclasificable. En unos años en los que andaba embarcado en la escritura de grandes obras como la Missa Solemnis, la Novena sinfonía o las Variaciones Diabelli, estas tres sonatas necesitarían casi un siglo para que llegaran a ser conocidas y apreciadas por el gran público, tal es el adelanto de su tiempo con el que Beethoven las escribió. No fue el caso de las sonatas anteriores, que si bien no fueron apreciadas por los críticos ni los editores, el público las había hecho suyas muy rápidamente.

 En el caso de la primera de estas tres sonatas, la número 30, opus 109, Beethoven va a llenar de trampas para el intérprete una partitura que debió sonar muy diferente en los instrumentos de su época, pero que se adapta como guante de seda al volumen y el fraseo que permite un piano de hoy. Nadie daría en mucho tiempo tantas vueltas a la forma sonata como hace Beethoven en el ciclo de sus 32 sonatas; en esta en concreto sorprendería con un tercer movimiento que es un tema y seis variaciones que dan para toda una vida. A partir del tema principal, de un lirismo y de una emoción como pocas en todas sus composiciones, Beethoven va a transportar al oyente desde una sala de conciertos hasta un lugar muy diferente donde se va a desarrollar una historia que será muy diferente en función del intérprete y del momento particular de quien la escucha. No valen medias tintas, no existía la música de fondo entonces, y la escucha debe ser consciente y con concentración; al final quedará una melancolía como pocas.


 Traigo dos versiones muy diferentes del último movimiento de esta sonata op. 109; la primera de ellas es reciente, es el pianista francés Alexandre Tharaud, al que los cinéfilos poco melómanos recordarán por su intervención en la película Amour de Michael Haneke, haciendo precisamente el papel de un pianista llamado Alexandre, antiguo alumno de la desgraciada protagonista que interpreta magistralmente Emmanuelle Riva. Desde mi punto de vista Tharaud desarrolla a lo largo de las variaciones una precisión y un lirismo íntimo que a mí no me dejó indemne cuando la escuché recientemente y, tengo que decirlo, fue la espoleta que me animó a escribir esta entrada.





  La segunda versión es más antigua, la calidad de sonido se resiente un poco, la afinación del piano incluso también, y es una interpretación muy diferente, es la del pianista que tengo como referente para una gran parte del repertorio pianístico. Sviatoslav Richter no solo poseía una ténica inigualable, es que además era incapaz de interpretar de la misma manera dos veces. Alejado de los estudios de grabación, sus discos tienen que precisar lugar y año de cada grabación, de qué concierto en vivo se trata, y así uno puede escuchar en sus manos versiones muy diferentes de una misma obra. Capaz de tocar un legato que hace olvidar la percusión que reside en la esencia del piano como instrumento, su uso del pedal consigue llevar el tema de este último movimiento a un tempo que muy pocos intérpretes resisten, es así como el gran artista consigue transceder el momento del concierto (algunas toses delatan la grabación en vivo). Escuchada después de la versión de Tharaud, en esta ocasión Richter nos llena de pasión unas variaciones que terminarán con un recuerdo del aria del principio, un souvenir de un espléndido momento vivido en otra época; es solo una forma de verlo, animo al lector a tomarse el tiempo que haga falta para escuchar estas dos versiones en las mejores condiciones posibles, donde un intérprete aporta intimidad, el otro aporta un torbellino de emociones. Es necesario elegir entre una u otra? Yo no lo creo así, solo se impone el reposo y el tiempo de escucha atenta y reflexiva. A disfrutar, el año Beethoven no ha hecho más que comenzar.





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