Acaba de publicar Anagrama una primera parte de los diarios de Rafael Chirbes, y El País publica una pequeña selección que no hace sino aumentar mi impaciencia por tener el libro en mis manos. Como en el mundo de los escritores hay quienes se prestan a los chascarrillos y a las envidias, no ha habido que esperar mucho tiempo para que las redes sociales, ese no lugar de cotilleo infinito que supera incluso a la tienda que regentaba mi madre, se hagan eco y amplifiquen hasta ensordecer al más pintado un comentario sobre Arturo Pérez-Reverte. El morbo está asegurado, piensa uno, pero el comentario de Chirbes es algo mucho más jugoso e interesante que una crítica a un libro de Pérez-Reverte, más bien diría que se sirve del autor y su criticable estilo para denunciar algo mucho más amplio y para lo que tendrá que citar a Max Aub y su todavía actual La gallina ciega, ese repaso descarnado que Aub hizo de la cultura y la sociedad española cuando pudo volver por unas semanas de su exilio mexicano.
Copio el texto tal y como ha sido publicado en El País para que el lector pueda juzgar por sí mismo. Por mi parte añadiré solamente la ironía de que yo descubriese a Chirbes gracias a una crítica (póstuma) que hizo Juan Goytisolo, uno de esos escritores que ocupan mi pedestal particular, y que también me llevó a descubrir a Max Aub. En cierta ocasión mencionó a Pérez-Reverte para decir que él no podía estar en contra de lo que este escribía, porque gracias a sus éxitos de ventas alguna editorial se podía permitir las pérdidas que generaban sus propios libros. Era la frontera que acostumbraba a poner entre lo que llamaba producto editorial y la verdadera literatura. La de Chirbes, al menos en lo que yo le he leído y siempre en la modesta opinión del bruto que esto escribe, es literatura pura y dura.
«2004. 21 de noviembre. Cabo Trafalgar, de Pérez-Reverte. Otra forma de espíritu: revolución en el casticismo. Al parecer resulta excelente, no sé si correcta, no entiendo de eso, ni me he documentado, la reconstrucción de las batallas, el novelado de la terminología bélica y marinera. Eso dicen los críticos. Pero, y el pero es muy grave (y tiene que ver con lo que ayer escribía acerca del espíritu moderno y las diversas formas de entenderlo), el artefacto me produce repelús, un sentimiento de rechazo que, a medida que avanza el libro, roza la indignación. Me resultan insoportables los diálogos, que apenas ayudan a construir a los personajes; o, más bien, los destrozan. Pérez-Reverte está convencido de que como novelista puede hacer lo que le salga de los cojones (por usar el lenguaje que le gusta) y le brinda al lector un descabellado recital de lenguaje macarra, lenguaje de corte “vallekano”, pura movida madrileña en boca de estos pobres hombres que tomaron sopas en el siglo XVIII, y, sin salirse de ese arbitrario espacio ―por otra parte es lo suficientemente ancho―, ofrece un esperpento de rancio españolismo levantado en armas frente a lo gabacho, una forma de variante de Torrente, el brazo armado de la ley, en la que no faltan toques de lo que conocemos como prensa del corazón. Algunas frases que dicen los personajes: “una cosa discreta, sufrida, fashion” (pág. 36); “como los enanitos del bosque, aibó, aibó” (pág. 39), “el pifostio” (pág. 51), “les meto a los ingleses... un gol que se van a ir de vareta” (pág. 68), “¿Cómo se dice poca picha en gabacho?” “Poca piché” (pág. 71), “Toma candela yesverigüe fandango, pa ti y pa tu primo. Tipical spanish sangría. Joputa. Yu understán?” (pág. 89), “la cosa está más claire que la lune, mon ami Pierrot” (pág. 99), o “Que se me tombe par terre la chorra...” (pág. 100). Horacio Nelson, en el texto, se nos presenta como “un marino de pata negra”, un “Jabugo de los mares”. En la construcción del esperpento patriótico, da todo igual, pata negra o “Nati Mistrati” (pág. 168), el “zipizape” (pág. 215). Churruca se casa con un yogurcito de buena familia, y los hay que “cantan la traviata” en la página 140. Y a eso los críticos sesudos lo tratan como novela histórica. “Yes, verywell”. El autor es académico. El artefacto va dirigido a un público de ideología (llamémoslo así) tan confusa como la que mueve las hinchadas de los campos de fútbol, vagamente irritado por el injusto trato que le da la vida, y tocado en sus valores patrios por algo que ha roto con lo que se supone que hubiera sido su buena vida de siempre: hay xenofobia (antigabacherío) y vindicación de la España de siempre: populismo de la España de los de abajo, siempre traicionada. Y el texto se abre a una profusión de proclamas contra la modernidad, y —de nuevo― a favor del pueblo irredento al que castigan, roban y desprecian unos señoritos finos amariconados y afrancesados. Lo dicho: Reverte derrocha dosis de populismo y demagogia. Aunque (y aquí entra la tradición interclasista del franquismo: escribimos después de ese huracán) los conceptos de “Valor” y “España” pueden unir a los de arriba con los de abajo. […] Leyendo Cabo Trafalgar, cobra urgente actualidad La gallina ciega, de Max Aub. Ha ocurrido algo irreparable en la historia de España que no admite la espontaneidad, la inocencia; que exige cirugía al enfrentarse a ciertos temas, a ciertas formas. Digamos que parece que, después de Franco, ya no es posible un Arniches. La bonhomía popular que los franceses de mediados del siglo pasado encontraron en gente como Pagnol, o los italianos con el Don Camilo de Guareschi, aquí no cuajó. No podía cuajar. No hay arnichismo popular contemporáneo que no venga corrompido por el franquismo. Lo que me escandaliza de los personajes de Pérez-Reverte no es el lenguaje, ni los anacronismos que usa como chiste, sino lo que ese lenguaje traduce: los modales, el tipo moral a quien corresponde. No, no soy Virginia Woolf rasgándose las vestiduras por cómo hablan los personajes del Ulises de Joyce. Soy solo yo, que oigo el Viva España de los campos de fútbol, el Puto Valencia de los alicantinos, el moro hijoputa, o Catalán Polaco, o el rájalo, y tiemblo porque sé que ahí se incuba el huevo de la serpiente del fascismo que venga. […]»
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